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Ana Bolena, "la grande putain"


La leyenda y Hollywood han pintado a Ana Bolena morena, ambiciosa y sofisticada. Y a su hermana María rubia, dulce e ingenua. Ambas compartieron el lecho de Enrique VIII. Educadas en la corte francesa y pertenecientes a una de las más ambiciosas e intrigantes familias de Inglaterra, los Howard, que no dudaron en utilizar a sus mujeres para hacer fortuna.

No tomarás a la mujer de tu hermano

La sucesión fue la máxima preocupación de Enrique VIII de Inglaterra (1491-1547) pues no tenía un heredero varón. De numerosos embarazos y partos, a la infeliz reina Catalina (1485-1536) solo le vivió una criatura delicada y frágil, María Tudor (1516-1558). La paranoia se apoderó del rey que pensaba que su matrimonio estaba “maldito”.

Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos, era la viuda del príncipe de Gales, Arturo, fallecido en 1502. A la muerte de su marido ella quedó casi prisionera de su suegro, Enrique VII, que si bien no quería mantener la alianza con España no estaba dispuesto a devolver su magnífica dote. Cuando Enrique VIII heredó el trono, en 1509, la desposó.

Entre tanto su majestad reconoció a su hijo bastardo, Enrique Fitzroy (1519-1536), hijo de una dama de la corte, Isabel Blount. Incluso se rumoreó que el rey fue amante de Isabel Howard, madre de Ana y María Bolena. El hecho de que Enrique VIII tuviera favoritas no implicaba que perdiera el afecto por su querida esposa, continuaba visitándola en sus aposentos y cenaban juntos. Pero seguía necesitando un varón legítimo. Este nació mucho después, el futuro Eduardo VI (1537-1553), hijo de Juana Seymur, su tercera esposa. Ambos muchachos, el bastardo y el legítimo, murieron jóvenes. La realidad de Enrique VIII era más prosaica que una “maldición” matrimonial, el historial médico familiar y la historia obstétrica de sus mujeres indican que padecía sífilis.

Los tres Bolena

La función de los cortesanos era complacer a su señor. Se jugaban fortuna y títulos pero también la vida. Las mujeres eran un instrumento de los varones para obtener el poder. Bastaba con que una hija, esposa, hermana o sobrina, retuviera al rey el tiempo suficiente para engendrar un bastardo que convirtiera a su familia en el primer clan del reino. Dos fueron las ambiciosas sagas que compitieron a muerte por el favor de Enrique VIII: los Howard y los Seymur. Muchos pagaron con su cabeza y no es una metáfora.

En 1522 la jovencita María Bolena, se convierte en la nueva amante del rey. Era una de las damas de compañía de la reina Catalina y estaba casada con William Carey, un biznieto del conde de Somerset que gozaba del favor real. La muchacha era hija de un diplomático, Tomás Bolena, y de una aristócrata, Isabel Howard, era nieta por tanto del alcalde de Londres y del duque de Norfolk, pertenecía a una de las mejores familias del reino pero también de las más intrigantes. El clan, a cuya cabeza se sitúa su tío, Tomás Howard, albergaba la esperanza de que la joven concibiera un bastardo real.

Dos hermanos tuvo María. Jorge, apuesto y popular entre las mujeres, amigo del rey y caballero favorito de la reina con una de cuyas damas está casado, Juana Parker. Y Ana, una encantadora muchacha recién tornada de la corte francesa donde se dice que ha enamorado a Francisco I, y que se convierte en un “icono” de la moda y en un “imán” para los hombres. Hermosa en opinión de sus contemporáneos, versada en canto, música y danza, tocaba varios instrumentos, era buena conversadora, políglota, inteligente, culta e instruida en teología, una de las aficiones del monarca. “Los tres Bolena” fueron la compañía preferida de Enrique VIII. Los hermanos se adoraban, especialmente Jorge y Ana lo cual desató los celos de la cuñada, Juana Parker que sería decisiva en la perdición de Ana.

Por entonces Ana cometió una grave indiscreción. Se comprometió en secreto con Enrique Percy, el hijo del duque de Northumberland, el hombre más rico del reino. La ambiciosa jugada no le salió bien. No se sabe si llegaron a consumar el matrimonio pero las familias deshicieron el entuerto: enviaron a Ana al campo, a las posesiones familiares de Hever, y al muchacho lo casaron con otra aristócrata, María Talbot. El asunto no es baladí, será utilizado muchos años después por el rey cuando quiera deshacerse de Ana Bolena.

En 1524 María Bolena tuvo una hija, Catalina Carey, y en 1526 un hijo, Enrique Carey, sin duda ambos eran bastardos del rey. Pero su majestad era inconstante en sus amores y eso que se hacía llamar “sir Corazón Leal”. Así que mantuvo un affaire con otra dama de compañía de la reina, Margarita Shelton, una prima de las Bolena. El clan de los Howard apostaba fuerte, lo primordial era que su majestad no cayera en las garras de una Seymur, sus rivales. Entonces se dieron cuenta de que la encantadora Ana, la favorita de la corte, estaba desaprovechada en el campo así que la hicieron regresar de su destierro para ser dama de la reina pero con el encargo de ganarse el favor del rey. Hizo su papel a la perfección pero no consumó su relación con el soberano. Se dijo entonces que Enrique era “una espina entre dos rosas”, “una amapola entre dos espigas de trigo”: las dos Bolena. Ana pasaba el día con el rey y la discreta y dócil María pasaba la noche. Pero Ana, temperamental y con carácter, era difícil de controlar, se negaba a consumar con su majestad y el clan Bolena-Howard antes que perder su puesto en la corte prefirió apostar por María, así que volvieron a enviar a Ana, la “grande putain”, como la llama su tío Tomás Howard, al campo.

No era poco lo que se jugaban: altos cargos en la corte que implicaban poder y riqueza, numerosos títulos nobiliarios y feudos, palacios y mansiones, pensiones anuales del rey, y joyas (las de la reina Catalina, por cierto, que eran regalo de su madre Isabel de Castilla y de las que la Corona inglesa se había apropiado). Puede que su majestad fuera generoso cuando se gozaba de su favor pero era cruel con los que lo perdían, dejaba en la ruina a sus amigos caídos y los enviaba a la Torre.

En 1527 la sucesión obsesionaba a Enrique VIII y no era para menos, no tener un heredero varón podía significar una nueva guerra civil y el fin de los Tudor. El divorcio pendía de la cabeza de Catalina de Aragón como una espada de Damocles. Y para colmo el rey echaba de menos a Ana Bolena. Los Howard dieron un paso más, ya no les bastaba con una amante real en la familia, querían una reina, así que la llamaron a la corte, pero mientras Ana fuera virgen, María debía seguir en el real lecho. Cada día era más intenso el deseo del rey por Ana y más próxima la posibilidad de una boda. Efectivamente Enrique pidió matrimonio a Ana ante testigos y le dio un anillo de compromiso.

El divorcio no era fácil. El rey quería que se anulara la bula papal que había permitido su matrimonio con la viuda de su hermano Arturo, pero la reina Catalina se negaba a dejarle el campo libre. Aceptar hubiera significado renunciar a los derechos de su hija María y prefirió sufrir humillaciones y vivir recluida y exiliada de la corte, casi prisionera, que ceder. El emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Carlos V, sobrino de la reina, no podía permitir que el papa le diera la razón a Enrique VIII. El pueblo tomó partido por la reina Catalina y acusó a Ana Bolena de ser una bruja que había hechizado al rey. La Bolena nunca escuchó vítores ni recibió saludos a su paso, sino insultos como “puta del rey”.

Ana, “la más feliz”

A pesar de todo corrían buenos tiempos para Ana, de momento tenía a Cromwell y al arzobispo Cranmer de su parte y el rey había eliminado a su mayor enemigo, el cardenal Wolsey, cuyas posesiones y fortuna se habían repartido los Howard. Pero tenía nuevos antagonistas como Tomás Moro. En 1533 estaba embarazada así que el rey y ella se casaron en secreto y al año siguiente fue proclamada públicamente esposa de Enrique VIII. El lema de la nueva consorte era “La más feliz” y “Las cosas van a seguir siendo así le pese a quien le pese”. Aunque la felicidad le duraría poco. Para empezar nació la futura Isabel I (1533-1603), una princesa mal recibida por su padre que esperaba un varón.

Entre 1533 y 1535 Ana tuvo al menos dos abortos, uno de ellos con malformaciones. Esto sería decisivo en su perdición. La superstición y la ignorancia acusaba a las mujeres de brujería si sufrían un aborto y más si se trataba de una criatura visiblemente deforme, o como entonces se decía de un “monstruo”, de un “hijo del demonio”. Ahora todo confirmaba que Ana era una bruja, aunque la culpable era la sífilis de su majestad.

En 1533 el ambicioso tío Tomás Howard casó a su hija, María Howard, con el bastardo real Enrique Fitzroy. Si el rey decidía nombrarlo príncipe de Gales, su heredero, ante la falta de un varón legítimo, su hija María sería la siguiente reina. Para asegurarse todas las opciones quiso casar a la hija del rey, María Tudor, con un Howard, aunque no tuvo éxito.

La agonía de la reina Catalina de Aragón finalizó en 1535 con su fallecimiento. Hubo fiestas y bailes de celebración en la corte, así que corrieron rumores de envenenamiento. Pero esta desgraciada muerte no benefició a los Howard sino a los Seymur que los sustituyeron en el poder, el rey quería casarse con una dama de Ana, Juana Seymur (por cierto que también estaba emparentada con el tío Howard). Se repetía la historia de la joven virtuosa que solo se entregaría a su marido cuanto este se hubiera divorciado de su esposa incapaz de darle un varón. Y ahora los obstáculos eran menores, el matrimonio con Ana se podía disolver por “afinidad”, ya que el rey había sido amante de su cuñada María Bolena. Para empeorar las cosas Ana ya había tenido un “marido”, Enrique Percy, el joven con el que se había prometido en secreto recién llegada a la corte.

Su tío Tomás Howard, el miembro más destacado de su clan y el principal estratega, le dio la espalda. Lógico, quería conservar la cabeza sobre los hombros y, además, había otras muchachas Howard que meter en el lecho real cuando se cansara de la Seymur, Ana era sustituible. Así que en 1536 la segunda esposa de Enrique VIII se encontró en la misma situación que la triste reina española, estaba apartada de todos. Ana y Jorge Bolena fueron enviados a la Torre. Un grupo de caballeros de su círculo cortesano, Henry Norrys, Francis Westton, William Breton y Mark Smeaton, fueron juzgados por los comunes y encontrados culpables de adulterio con la reina. Todos los chivos expiatorios fueron colgados. El presidente del tribunal fue el tío Tomás Howard.

“¡Una puta venenosa!”

Ana y Jorge fueron juzgados por los pares del Salón del Rey en la Torre. Se acusó a Ana de seducir a Enrique VIII con hechicerías, de echarle mal de ojo, de volverle impotente, de cometer incesto con su hermano Jorge, de invocar al diablo, de engendrar con su hermano el “monstruo (es decir, el aborto que era visiblemente deforme). Ana y el rey se acusaron mutuamente de ser los culpables de los abortos, el soberano también la acusó de utilizar trucos de “ramera francesa” y de ser una “puta venenosa”. Juana Parker, la esposa de Jorge, declaró contra su marido y su cuñada: afirmó que ambos eran amantes y que Jorge era el padre de Isabel, la futura Reina Virgen. Para Enrique VIII era fundamental que se confirmara el adulterio, así él quedaba liberado de haber engendrado al “monstruo”, el “mejor príncipe de la cristiandad”, “el defensor de la fe”, no podía engendrar un hijo del diablo.

Todos los miembros del tribunal, excepto su “primer marido”, Enrique Percy (que no estuvo presente alegando enfermedad), encontraron a Ana culpable. El querido tío Tomás Howard no dictó sentencia, generosamente lo dejó al parecer de su majestad: o ser quemada o ser decapitada.

Jorge fue decapitado en el Green, ante la ventana de Ana, en la Torre. Ella fue decapitada por un verdugo francés mediante espada. Por suerte María Bolena se salvó. Años después Enrique VIII volvió a casarse con otra Howard, Catalina, prima de Ana y María, que también acabó descabezada junto con su dama de compañía Juana Parker, la vengativa viuda de Jorge Bolena. Cuando murió el rey el intrigante Tomás Howard aguardaba en la Torre su turno de ejecución. Fue liberado por la reina María I. Las mujeres de su familia a las que había utilizado en su propio beneficio no tuvieron tanta suerte. Pero eso ya es otra historia.

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Imágenes

A partir del óleo que retrata a Ana Bolena, de autor desconocido de la escuela inglesa, siglo XVIII, colección privada.

A partir del óleo de William Powell, Enrique VIII y Ana Bolena cazando en los bosques de Windsord, 1903, colección privada.

A partir del óleo del francés Edouard Cibot, Ana Bolena en la Torre, 1835, Museo Rolin de Autun.

A partir del delicioso grabado Ana Bolena, segunda esposa de Enrique VIII, que apareció en el libro Las reinas de Inglaterra, Virtue & Co., 1875.


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